Cuando Pinto apareció frente a la puerta de la casa, yo tenía ya tres
perros: Sparky, adoptado del Centro de Acopio Animal de Puerto Vallarta, Rusty,
quien irrumpió intempestivamente en mi recámara una noche de tormenta, y
Chispita, a quien había rescatado de su situación de abandono. Chispita, Rusty
y Pinto aparecieron en un periodo de un par de meses, cuando mucho.
Pinto, descansando en el sillón, mirando hacia la calle |
Una mañana, escuché gemidos de un perro afuera de la casa. Al abrir la
puerta, Pinto estaba sentado allí, gimiendo. Era obvio que no tenía un hogar.
Se veía maltrecho. Lo invité a entrar, pero se resistía. Tuve que animarlo a
que entrara, cosa que finalmente y con mucha cautela, hizo.
Me enteré por los vecinos que Pinto había estado acercándose a
varias casas en la cuadra; había estado durmiendo afuera de una casa vecina las
últimas noches.
Llevé a Pinto a revisión con el veterinario, y tras comprobar que estaba
en buen estado de salud, me informaron que tal vez tenía 8 años de edad, a
juzgar por el desgaste de sus dientes.
Lo primero que se hizo evidente fue que Pinto tenía hambre. Se
abalanzaba sobre la comida y en numerosas ocasiones me tumbó el plato de la
mano antes de que lo pusiera en el piso frente a él, con el consiguiente
derramamiento de comida. Su comida desaparecía casi instantáneamente y acto
seguido les arrebataba su comida a los demás. La hora de la comida se convertía
en un caos casi siempre.
El otro lado de la moneda era su necesidad de afecto. Desde el momento
que entró en la casa permaneció junto a mí. A donde quiera que yo fuera él iba
conmigo. Si me sentaba frente a la computadora, él estaba parado o echado junto
a mis pies. De hecho, le quitó el lugar a Sparky, quien antes de la llegada de
Pinto tenía esa posición.
Para evitar el caos de la hora de comer, me vi en la necesidad de
educarlo, enseñarlo a quedarse quieto hasta que el plato estuviera frente a él
y yo le indicara que ya podía comer. Curiosamente, en el proceso de enseñarlo a
él, los demás aprendieron también. Eso alivió la situación.
Otro aspecto en el que tuve que trabajar fue la hora de salir a caminar.
Salíamos a caminar temprano por la mañana y por la noche, y el momento de abrir
la puerta para salir era una explosión. Todos salían corriendo, ladrando,
emocionados y ansiosos. Esto normalmente resultaba en correas enredadas y yo a
punto de caer. Tomó un tiempo enseñarlos a esperar que la puerta estuviera
abierta, y yo estuviera afuera de la casa antes que ellos salieran.
Al paso de los días, se hizo evidente un rasgo de la personalidad de
Pinto. Nunca se sentaba. Permanecía siempre erguido, tenso, rígido, desconfiado.
Si empujaba su cadera hacia abajo para sentarlo, tan pronto retiraba mi mano,
igual que un resorte regresaba a su posición erguida.
Pinto esperando en la campaña de esterilización de Peace, A.C. |
Pronto me di cuenta que al admitir tres perros más en mi casa y en mi
vida, estaba asumiendo nuevas responsabilidades. Así empecé también a adentrarme
en el mundo de los animalistas, de los rescatistas de animales, a conocer los
recursos disponibles para quienes como yo, intentábamos colaborar en la
solución del problema de los animales en situación de calle, de abuso o
abandono. Por las redes sociales me enteré de la campaña permanente de
esterilización que PEACE, A.C. realiza. Vinieron a Las Mojoneras, mi
vecindario, y aproveché para llevar a Pinto, Rusty y Chispita. A Sparky me lo habían
entregado ya esterilizado cuando lo adopté.
Tras la esterilización, surgió otro aspecto de la personalidad de Pinto que
me preocupó. Se volvió agresivo con los perros desconocidos. Era realmente
difícil para mí controlarlo cuando intentaba saltar sobre otros perros.
Poco a poco, con mucha paciencia, las cosas mejoraron. Pinto aprendió a
no pelear por la comida, a no saltar sobre otros perros a primera vista, a
controlar su ansiedad al caminar sujeto con la correa. Me enternecía cuando
tras lograr controlar su impulso de abalanzarse sobre los perros que encontrábamos
mientras caminábamos por la calle, volteaba a mirarme muy orgulloso, como
diciendo “¿verdad que soy un buen chico?” Desde luego que lo premiaba con
caricias y felicitaciones, lo cual lo alegraba aún más.
A pasos pequeñitos, Pinto fue ganando confianza y empezó a acercarse
buscando caricias, colocando su hocico sobre mi muslo cuando me veía sentado.
Tal vez otra anotación interesante sea que yo siempre había tenido
perros de raza pequeña, en su mayoría Cocker Spaniels. Lidiar con perros más
grandes representó un reto adicional; tanto Pinto como Rusty son perros muy
fuertes y entusiastas.
Antes mencioné que yo estaba educando a Pinto, y por extensión, a los
demás. Pero en realidad era un proceso de dos vías. Yo estaba aprendiendo de
ellos, y mucho, también. Todos los días.
Selfie con Pinto. Se acercó buscando caricias. |
Un cierto día, Pinto se subió a mi cama. No tiene nada de
extraordinario, excepto el hecho de que no se acostó. Flexionó sus patas pero
permaneció erguido. A partir de entonces repitió la acción de subirse a la
cama, siempre permaneciendo erguido. Desde luego que traté de hacerlo que se
acostara, pero sin resultado.
Con el paso del tiempo, finalmente un día lo encontré en la cama,
recostado sobre su costado.
Me pareció que había dado un gran paso al sentirse lo suficientemente
relajado y seguro para recostarse en la cama.
Mi asombro fue máximo cuando en una ocasión que él estaba recostado en
la cama, al ver que me acercaba levantó
su pata trasera, exponiendo su estómago.
Fue un momento muy impactante. Me impresionó no solo el momento en sí,
sino el hecho de presenciar su gran capacidad de transformarse, de cambiar, de
abrir su corazón y confiar después de haber sufrido años de rechazo, de hambre
y abandono.
Pinto ha estado conmigo cinco años ya. Su cara se volvió blanca al paso
del tiempo. Tiene las pestañas blancas, pero sigue siendo el patriarca de la
manada, medio gruñón cuando le interrumpen el sueño, temeroso de los truenos y
el ruido de la pirotecnia, y renuente a aceptar nuevos miembros en la manada,
especialmente si son machos. Pero sigue siendo el mismo perro dulce que viene a apoyar su hocico en mi muslo buscando caricias.
Llevamos un buen trecho andado.
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