sábado, 20 de enero de 2018

La Historia de Pinto

Cuando Pinto apareció frente a la puerta de la casa, yo tenía ya tres perros: Sparky, adoptado del Centro de Acopio Animal de Puerto Vallarta, Rusty, quien irrumpió intempestivamente en mi recámara una noche de tormenta, y Chispita, a quien había rescatado de su situación de abandono. Chispita, Rusty y Pinto aparecieron en un periodo de un par de meses, cuando mucho.
Pinto, descansando en el sillón, mirando hacia la calle
Una mañana, escuché gemidos de un perro afuera de la casa. Al abrir la puerta, Pinto estaba sentado allí, gimiendo. Era obvio que no tenía un hogar. Se veía maltrecho. Lo invité a entrar, pero se resistía. Tuve que animarlo a que entrara, cosa que finalmente y con mucha cautela, hizo.
Me enteré por los vecinos que Pinto había estado acercándose a varias casas en la cuadra; había estado durmiendo afuera de una casa vecina las últimas noches.
Llevé a Pinto a revisión con el veterinario, y tras comprobar que estaba en buen estado de salud, me informaron que tal vez tenía 8 años de edad, a juzgar por el desgaste de sus dientes.
Lo primero que se hizo evidente fue que Pinto tenía hambre. Se abalanzaba sobre la comida y en numerosas ocasiones me tumbó el plato de la mano antes de que lo pusiera en el piso frente a él, con el consiguiente derramamiento de comida. Su comida desaparecía casi instantáneamente y acto seguido les arrebataba su comida a los demás. La hora de la comida se convertía en un caos casi siempre.
El otro lado de la moneda era su necesidad de afecto. Desde el momento que entró en la casa permaneció junto a mí. A donde quiera que yo fuera él iba conmigo. Si me sentaba frente a la computadora, él estaba parado o echado junto a mis pies. De hecho, le quitó el lugar a Sparky, quien antes de la llegada de Pinto tenía esa posición.
Para evitar el caos de la hora de comer, me vi en la necesidad de educarlo, enseñarlo a quedarse quieto hasta que el plato estuviera frente a él y yo le indicara que ya podía comer. Curiosamente, en el proceso de enseñarlo a él, los demás aprendieron también. Eso alivió la situación.
Otro aspecto en el que tuve que trabajar fue la hora de salir a caminar. Salíamos a caminar temprano por la mañana y por la noche, y el momento de abrir la puerta para salir era una explosión. Todos salían corriendo, ladrando, emocionados y ansiosos. Esto normalmente resultaba en correas enredadas y yo a punto de caer. Tomó un tiempo enseñarlos a esperar que la puerta estuviera abierta, y yo estuviera afuera de la casa antes que ellos salieran.
Al paso de los días, se hizo evidente un rasgo de la personalidad de Pinto. Nunca se sentaba. Permanecía siempre erguido, tenso, rígido, desconfiado. Si empujaba su cadera hacia abajo para sentarlo, tan pronto retiraba mi mano, igual que un resorte regresaba a su posición erguida.
Pinto esperando en la campaña de esterilización de Peace, A.C.
Pronto me di cuenta que al admitir tres perros más en mi casa y en mi vida, estaba asumiendo nuevas responsabilidades. Así empecé también a adentrarme en el mundo de los animalistas, de los rescatistas de animales, a conocer los recursos disponibles para quienes como yo, intentábamos colaborar en la solución del problema de los animales en situación de calle, de abuso o abandono. Por las redes sociales me enteré de la campaña permanente de esterilización que PEACE, A.C. realiza. Vinieron a Las Mojoneras, mi vecindario, y aproveché para llevar a Pinto, Rusty y Chispita. A Sparky me lo habían entregado ya esterilizado cuando lo adopté. 
Tras la esterilización, surgió otro aspecto de la personalidad de Pinto que me preocupó. Se volvió agresivo con los perros desconocidos. Era realmente difícil para mí controlarlo cuando intentaba saltar sobre otros perros. 
Poco a poco, con mucha paciencia, las cosas mejoraron. Pinto aprendió a no pelear por la comida, a no saltar sobre otros perros a primera vista, a controlar su ansiedad al caminar sujeto con la correa. Me enternecía cuando tras lograr controlar su impulso de abalanzarse sobre los perros que encontrábamos mientras caminábamos por la calle, volteaba a mirarme muy orgulloso, como diciendo “¿verdad que soy un buen chico?” Desde luego que lo premiaba con caricias y felicitaciones, lo cual lo alegraba aún más.
A pasos pequeñitos, Pinto fue ganando confianza y empezó a acercarse buscando caricias, colocando su hocico sobre mi muslo cuando me veía sentado.
Tal vez otra anotación interesante sea que yo siempre había tenido perros de raza pequeña, en su mayoría Cocker Spaniels. Lidiar con perros más grandes representó un reto adicional; tanto Pinto como Rusty son perros muy fuertes y entusiastas.
Antes mencioné que yo estaba educando a Pinto, y por extensión, a los demás. Pero en realidad era un proceso de dos vías. Yo estaba aprendiendo de ellos, y mucho, también. Todos los días.
Selfie con Pinto. Se acercó buscando caricias.
Un cierto día, Pinto se subió a mi cama. No tiene nada de extraordinario, excepto el hecho de que no se acostó. Flexionó sus patas pero permaneció erguido. A partir de entonces repitió la acción de subirse a la cama, siempre permaneciendo erguido. Desde luego que traté de hacerlo que se acostara, pero sin resultado.
Con el paso del tiempo, finalmente un día lo encontré en la cama, recostado sobre su costado.
Me pareció que había dado un gran paso al sentirse lo suficientemente relajado y seguro para recostarse en la cama.
Mi asombro fue máximo cuando en una ocasión que él estaba recostado en la cama, al ver que me  acercaba levantó su pata trasera, exponiendo su estómago.
Fue un momento muy impactante. Me impresionó no solo el momento en sí, sino el hecho de presenciar su gran capacidad de transformarse, de cambiar, de abrir su corazón y confiar después de haber sufrido años de rechazo, de hambre y abandono.
Pinto ha estado conmigo cinco años ya. Su cara se volvió blanca al paso del tiempo. Tiene las pestañas blancas, pero sigue siendo el patriarca de la manada, medio gruñón cuando le interrumpen el sueño, temeroso de los truenos y el ruido de la pirotecnia, y renuente a aceptar nuevos miembros en la manada, especialmente si son machos. Pero sigue siendo el mismo perro dulce que viene a apoyar su hocico en mi muslo buscando caricias.

Llevamos un buen trecho andado.





martes, 9 de enero de 2018

Mi Oruga Mascota

Sin duda, vivir acompañado por 12 perros no deja de ser una experiencia enriquecedora. He aprendido incluso a reconocer los sonidos que producen durante sus actividades, como traer ramas del patio para masticarlas cómodamente en la sala, recostados en alguno de sus cojines.
Cuando no puedo reconocer los sonidos que están produciendo, lo mejor es salir a ver qué está pasando, porque me podría llevar una sorpresa. Así sucedió hace unos días: mientras yo trabajaba en la computadora, Lady estaba echada en un cojín mordisqueando algo, pero no sonaba como madera, hueso, o cualquier otra cosa conocida. Por esta razón decidí ir a ver de qué se trataba. Podía ver que sostenía entre sus patas delanteras un objeto de color gris, alargado, pero definitivamente el sonido no me resultaba familiar. Al acercarme descubrí que se trataba de un capullo de oruga, que Lady trataba de abrir por uno de sus extremos. Era un capullo que yo había visto en una de las plantas junto a los escalones de la salida al patio. Se lo retiré y traté de buscar un lugar donde colocarlo, principalmente para evitar que siguiera mordisqueándole, aunque temía que la oruga que ocupaba ese capullo podía haber muerto. Así, lo llevé al patio y lo coloqué en un sitio que consideré estaría fuera del alcance de Lady. Pronto descubrí que debí haber pensado mejor. Pocos minutos después nuevamente escuché el sonido de Lady tratando de abrir un extremo del capullo.
Nuevamente le quité el capullo y fui al patio a buscar un sitio elevado donde no lo pudiera alcanzar. Lo mejor que pude encontrar fue una cubeta que estaba sobre el lavadero. Dejé el capullo sobre el fondo de la cubeta, que se encontraba en posición invertida.

Más tarde fui a cambiar el agua del recipiente que está cerca del lavadero y con sorpresa vi que el capullo había desaparecido. No podía creer que alguno de los perros se hubiera subido al lavadero y lo hubiera tomado de allí. Preguntándome qué podría haber ocurrido, seguí con lo que estaba haciendo.
Sin embargo, para mi mayor sorpresa, más tarde, al acercarme de nuevo al lavadero para tomar una de las herramientas que guardo en ese rincón, encontré el capullo colgando del borde de la cubeta. ¿El viento? No alcanzaba a imaginar cómo había llegado allí.
A la mañana siguiente fui a buscar la cubeta para llenarla de agua y mi sorpresa fue aún mayor: El capullo estaba colgando del borde, pero del lado opuesto de la cubeta.  Momentos después iba a recibir la explicación que buscaba: noté que el capullo se balanceaba, colgando del borde de la cubeta: “algo” en su interior se movía, haciendo que se balanceara de un lado a otro. Mi curiosidad aumentó y me acerqué a mirar con detenimiento. Unos segundos después, por el extremo superior del capullo, apareció una enorme oruga, dejando ver su cabeza y tres pares de patas. Sujetándose del borde de la cubeta, empezó a desplazarse en dirección al sitio donde la había visto la tarde anterior.
Me alegré al saber que no había muerto y me sorprendí al aprender que seguía activa dentro del capullo, contrario a mi creencia de que las orugas se encapsulaban en el capullo y permanecían durmientes hasta completar la  metamorfosis. Fue un momento muy emocionante, al grado que decidí que tenía que tomar una foto de la oruga que habitaba el capullo. Fui por mi teléfono celular pero con tanto entusiasmo asusté a la oruga, que rápidamente se refugió en el capullo y ya no salió.
Pronto descubrí que la oruga tiene un espíritu aventurero, y asomarme a ver qué estaba haciendo se convirtió en un divertido hábito. Tan pronto la encontraba en la superficie del lavadero, como tratando de escalar por la manguera hacia la llave del agua, o suspendida en la punta del mango del destapa-caños. En una ocasión no la encontraba, y busqué por los alrededores del lavadero sin resultado. Después encontré el capullo colgando del borde de una tina dentro de la pila vacía. Pensé que tal vez había llegado el momento de dormir y en el interior de la pila estaba a salvo del viento; incluso tal vez la temperatura era más agradable allí. De nuevo, mis conclusiones fueron precipitadas. A la mañana siguiente la encontré, confirmando su espíritu aventurero, colgando de una suculenta hacia afuera del borde del lavadero.
Durante un par de días no noté actividad alguna, de nuevo concluí que tal vez finalmente había llegado el momento de dormir y esperar la transformación. De nuevo me di cuenta que estaba equivocado. Nuevamente la vi, en todo su esplendor, transportándose por las hojas de la suculenta. Tal vez tenía hambre y buscaba hojas verdes para comer.
Aunque mi instinto me dicta no intervenir en el flujo natural de la naturaleza, me siento obligado a evitar en lo posible, exponer a cualquier ser vivo a un riesgo letal. Así que tomé una planta como aquella donde la vi por primera vez, y la puse sobre el lavadero. Con cuidado llevé el capullo hasta la planta y lo dejé allí esperando que fuera lo que estaba buscando. Me alegré al ver que así fue. Más tarde encontré a la oruga comiendo de las hojas.
Me pregunto cuánto tiempo deberá pasar para que la oruga finalmente se transforme en alguna especie de mariposa nocturna. Mientras tanto, sin duda seguirá cautivando mi interés y seguiré maravillándome con cada nuevo descubrimiento en su comportamiento.